jueves, 12 de diciembre de 2013

Humildes consejos y cavilaciones de una lectora voraz


¿Leer lo que sea pero leer?

         Estos días está habiendo mucho revuelo por un libro que ha publicado una popular presentadora de televisión. Han surgido opiniones de todos los gustos y yo he leído varios artículos sobre el tema. En uno de ellos se hacía el comentario que da título a la cavilación de hoy y se planteaba si, con tal de leer, era indiferente la calidad de lo que se leyera.

         Esta reflexión me llevó a acordarme de una mamá que, en mis tiempos de librera, me preguntó qué hacer para que su niño leyera. Yo la animé a descubrir los gustos del pequeño y a dejarle investigar y elegir. Después de pensar un poco ella me dijo: “vamos, que me llevo lo que sea con tal de que conseguirlo”.

         Me quedé bastante desconcertada y pasé un rato largo dándole vueltas a si yo me había explicado fatal o la señora había entendido lo que había querido, seguramente un poco de cada.


         El caso es que, entre la reflexión del artículo y mi recuerdo he estado dándole vueltas al asunto, ¿leer lo que sea pero leer? En mi humilde opinión, no, rotundamente no y mucho menos si hablamos de niños.

         Pero ojo, esto no quiere decir que me parezca mal que unos y otros lean lo que más les guste, evidentemente. Me explico.

         El mundo del libro está, ya os lo imaginaréis, lleno de intelectuales, de puristas y de críticos que defienden que, si vas a leer “basura”, mejor no leas. Yo no comparto esa idea, primero, porque me parece muy pretencioso alzarse con el cetro de la sabiduría absoluta y decidir que puedes tachar un texto de “basura” por tu cara bonita (por muchos estudios que tengas a tus espaldas). Segundo porque, como sabéis, soy una firme defensora del sentido lúdico de la lectura y tercero porque oye, para gustos colores y cada uno lee lo que le da la real gana y no tiene por qué sentirse mejor o peor por eso.

         Dicho esto, tampoco estoy de acuerdo con que me vendan la moto de cualquier best seller de turno. Suelo leer de todo y disfruto con muchos tipos de literatura. Me gusta que haya textos que me cueste comprender o que me obliguen, por lo elaborado de los mismos, a saborear cada palabra, pero también me encanta cuando me sumerjo en un relato de esos que se leen en un rato y que me hacen reír o pasarlo pipa a pesar de repetir para mí misma varias veces, “pero qué malísimo es”. Creo que si un libro te hace disfrutar ya tiene valor. Eso sí, no me vengas a contar que porque lees  en verano el libro que está por todas partes o las biografías de turno que te firma el supuesto autor ya eres un gran lector. No señor, lo siento, un lector es mucho más que esto y, aunque cueste definir los límites, la buena y mala literatura existe.


         Si nos vamos al terreno de los más pequeños la cosa es aún más significativa.

         Sabéis que siempre digo que hay que dejar que los niños descubran sus gustos lectores, que es muy bueno que elijan y que, aunque a veces nosotros no le veamos el chiste, hay que respetar que quieran este o aquel libro.

         Hasta ahí todo bien pero, ¿quiere eso decir que, con tal de que lean, les animamos a leer cualquier cosa? Yo creo que no. Un niño está creciendo, se está formando y debemos ayudarles a hacerlo de la manera más sana pasible. Sabéis que no soy nada partidaria de prohibir lecturas pero eso no quiere decir que no miremos, ni un poquito, que es lo que nuestro pequeño se lleva a la cama cuando lee por las noches, antes de dormir.

         Creo que las palabras y la literatura tienen mucho más poder del que, a veces, les otorgamos. Poder para hacernos sentir bien, poder para enseñarnos cosas, para abrirnos horizontes y también, claro, poder para hacer mucho daño.

         Como adultos, decidimos arriesgarnos a leer libros que quizá no sean lo más adecuado para nosotros, buenos o malos a nivel literario, cargados de ideas y valores de esta u otra índole, solemos ser conscientes de donde nos metemos. Además, ya estamos formados, se supone que ya tenemos una madurez, unas herramientas para enfrentar el mundo y una capacidad de filtrar (y a una mala, si no somos capaces, dejamos el libro y listo). Los niños aún están creando todo esto y es por eso que debemos ayudarles a seleccionar, leer con ellos si pensamos que una historia les puede confundir o impresionar y ayudarles a entender lo que se les escape. No es justo que, porque lo mayores queremos que sean lectores, les dejemos enfrentarse a un mundo tan amplio y variado como el real sin llevarles de la mano si lo necesitan o sin hacerles sentir que, en este camino, también cuentan con nosotros.


         Personalmente, a nivel de adultos, no leo lo que sea con tal de leer, hay libros que no me gustan, promociones que, opino, se ríen de nosotros,  escritores, o supuestos escritores, que no respetan ni valoran en absoluto a la literatura o a los lectores. Pero esa es mi opinión y es muy subjetiva, no creo que yo sea quien para juzgar a nadie por lo que lee.         

         A nivel infantil, sé que hay los mismos tejemanejes y las mismas promociones y que, a veces, los adultos, pecamos de ansiosos en lo que al afán lector de los niños se refiere. En este aspecto, sí creo que debemos ser muy cuidadosos. Que no nos engañen los colores bonitos porque los jóvenes lectores merecen mucho más que eso.

         Y si no tienen que ser lectores porque ese no es su camino, ¡no pasa nada! No recurramos a lo que sea para forzar algo que debe llegar con alegría y con facilidad.

jueves, 5 de diciembre de 2013

La increíble historia de… la abuela gánster. David Walliams


        Hace poco comentaba en el blog de lecturas de adultos que no suelen regalarme libros porque, en general, cuando uno lee mucho, es difícil hacerlo. Pero, de vez en cuando, algún intrépido se anima  y nos rellena la estantería de casa con un poco más de color. El libro que os traigo hoy fue un regalo de mi tía Ajo y debo decir que estaba deseando conocer a este escritor.

         Había leído en críticas y blogs que David Walliams era considerado el nuevo Roald Dahl de la literatura inglesa infantil y que sus libros tenían la misma frescura y humor que los del creador de la pequeña Matilda así que, ya os imaginaréis que, como mínimo, me picaba la curiosidad.

         No me gusta que se hable de escritores en estos términos y que se les compare como si pudieran ser copias. No habrá otro Roald Dahl, nunca jamás, pero tampoco habrá otro David Walliams. Cada escritor tiene sus cosas, buenas y malas, y usar los nombres de otros como reclamo no hace más que crear expectativas y, a veces, decepción. Además, si se compara con escritores que se han hecho un hueco por derecho en la historia de la literatura, ¡cuidado!, es muy probable que perjudiquemos al nuevo autor que se quiere encumbrar y que, sin él pretenderlo, se le haga aparecer como alguien pretencioso, ¡compararse con el mismísimo Roald Dahl!


         Dicho esto y, aclarando que entre estos dos escritores va un mundo, sí puedo entender la semejanza que ven algunos, aunque no las comparto. Si bien es cierto que La increíble historia de… la abuela gánster es un libro fresco, lleno de humor, algo gamberro y bastante irreverente no comparte del todo la profundidad, la crítica y la carga social de los escritos por Dahl. Sí es cierto que Walliams es lector y admirador del mismo y que, además, ganó el premio que lleva su nombre, sí es cierto, también, que se nota cierta influencia y desde luego, admiración pero, no nos equivoquemos ni les quitemos mérito a ninguno de los dos, David Walliams tiene mucho que contarnos y decirnos y no merece hacerlo a la sombra de ningún gran escritor.

         Y después de esta perorata que os he soltado y sin querer entrar a hacer un estudio de las diferencias entre uno y otro ni de por qué esta comparación me parece superficial y fácil, os cuento más del libro.

         Ben, un niño de once años que sueña con ser fontanero, odia que, todos los viernes, sus padres le dejen en casa de la abuela para irse a ver su programa favorito en directo. Las noches en casa de la abuela son, a juicio de Ben, horribles y aburridas, y es que la abuela solo come sopa de repollo, huele a repollo, se tira pedos y siempre quiere jugar al scrabble. Ya veis qué plan.


         Lo que Ben no sabe es que la abuela tiene un secreto muy grande y que gracias a esas soporíferas noches él vivirá la aventura más emocionante de su vida.

         No os voy a engañar, cuando empecé a leer, esta historia no me pareció para tanto. Ben era un niño malcriado, con unos padres insufribles y que, además, no trataban nada bien a la abuela. Por otro, la abuela aparece descrita con un poco de crueldad y tanto pedo con olor a repollo a mí me revolvió un ligeramente el estómago.

         Pero cuando leo un libro infantil o juvenil no me gusta quedarme con mi punto de vista de persona adulta y reconocí que, si bien a mí me resultaba un poco exagerado, todo este rollo escatológico me habría encantado con 8 años y me habría hecho reír muchísimo.

         Pasada esta primera impresión y una vez que me metí en la trama fui descubriendo que Ben es mucho más de lo que parece y que solo necesitaba un empujoncito para ver a su abuela como era realmente. Mi opinión de los padres mejoró un poco cuando finalicé la lectura, pero no demasiado.


         También descubrí que, página tras página, mi expresión había adquirido  una sonrisa burlona y que esta no me iba a abandonar ya hasta que cerrara el libro, lo estaba pasando muy bien leyendo. Y finalmente, me sorprendí echando alguna lagrimilla y descubriéndome realmente encariñada con los dos personajes principales de esta aventura, Ben y su abuela.

         Este es un libro de esos que nos hace cambiar la sensación a medida que vamos leyendo y que nos engaña al principio. Creíamos que sería de una manera y luego le vamos encontrando mensajes y guiños que nos sorprenden.

         Con un humor muy especial y como ya he dicho, un poquito de gamberrismo entre letras, este autor inglés utiliza las aventuras, las situaciones absurdas y el disparate para darnos su opinión sobre algunos temas que, creo, a veces dejamos un poco olvidados.

         Tiene un ritmo ágil, un lenguaje ligero y está acompañado por unas ilustraciones expresivas y sencillas a la par que lo hacen muy recomendable, sobre todo, para leer en compañía y comentar.

         Para mí ha sido un descubrimiento, he disfrutado leyendo, he aprendido y me ha obligado a hacer examen de conciencia.  

         Pero no nos equivoquemos, David Walliams no es el nuevo Roald Dahl, ni falta que le hace.